Lo recordaba siempre igual. Desde la primera consulta, nuestro clínico podría definirlo
como “un ahorrador de movimientos”.
Según el Sr. Quieto, los primeros indicios de su opción preferencial por la inmovilidad
venían de su infancia. Mientras los demás chicos de la clase no paraban de saltar, correr,
hamacarse, subir a los árboles, andar en bicicleta, él elegía observarlos. Esto le trajo dos
ventajas inmediatas: por un lado no se lastimaba y eso tranquilizaba a sus padres y
cuidadores ocasionales y por otro lado, su conducta en la escuela era ejemplar.
En su caso, el huracán hormonal de la adolescencia, no fue más que una pequeña
tormenta de verano. Su máxima experiencia outdoor fue salir con sus amigos a festejar el
día de la primavera al aire libre y tuvo que volverse antes por su “alergia cutánea” que
consistió en dos pequeñas lesiones rojas en el brazo derecho, que luego confesó que
eran picaduras de pequeños insectos, que tuvo miedo y por eso regresó a su casa... Ir a
bailar le daba vértigo, tanto movimiento, tanta transpiración ¿para qué?, si a sus pocas
novias, tan o más sedentarias que él, las conquistó...hablando. Una salida favorita era al
shopping, se accedía en escalera mecánica que lo llevaba como un cordero al
matadero...del bolsillo, pero iba con gusto, para no malgastar tiempo y calzado, ingresaba
a dos o tres locales luego de estudiar el camino mas corto posible y después, vía la
escalera mecánica, a sentarse al comedor.
Su carrera universitaria fue un ejemplo de “equilibrio de fuerzas”, como él decía, ya que
estudió ingeniería. Alumno mediocre pero persistente, logró terminar la facultad y como
siempre “hacen falta ingenieros”, enseguida consiguió trabajo en una empresa de
informática. Fue el paraíso. Ningún compañero recuerda que abandonara su silla más que
una vez por día, para acceder al toilette. Otro dato: ni los más memoriosos recordaban
haberlo visto subir y bajar una escalera, era un ferviente devoto del ascensor.
Con sus primeros sueldos adquirió en cuotas su primer automóvil del cual ya no se
desprendería jamás. Y así ...dejó de caminar. Podríamos afirmar que fue una nueva forma
de la evolución humana: pasó de la bipedestación al cuadrirrodamiento de los neumáticos
de su vehículo. Había logrado una gran habilidad para estacionar en cualquier hueco que
para otros hubiera sido imposible acomodar el auto. Él lo conseguía y así no daba más de
cuatro o cinco pasos en la vereda.
Otro momento de esplendor en su vida inmóvil fue el poder acceder a los viajes en avión.
Tantos kilómetros recorridos, una gran sensación de desplazamiento físico, con el mínimo
gasto muscular. Y con el paso de los años, justamente en un avión, tuvo el primer
problema de salud que le generó alguna alarma: comenzó a notar en forma súbita un
intenso dolor en la pantorrilla derecha que se acompañó de un visible aumento de tamaño
de la pierna. El diagnóstico fue clínico, el médico del aeropuerto le dijo que tenía una
trombosis venosa profunda y que debía recibir una medicación llamada anticoagulantes.
Se sorprendió, él -que era un experto en inmovilidad-, venir a sufrir este tipo de
contratiempos sanitarios y encima en el extranjero. Pero enseguida, vio su oportunidad,
solicitó una silla de ruedas. Otro momento de la estática evolución del Sr. Quieto: de las
turbinas del avión al birrodamiento de su silla de ruedas. Como tuvo que dejar su nuevo
elemento propulsor en el aeropuerto, siguió su restringida movilidad con muletas y decidió
cambiar los pasajes de regreso en avión, por una vuelta a su país en un crucero; así se
adaptó muy bien de la vía aérea a la vida acuática. Siempre sentado y ahora
anticoagulado, en ocasiones salía de su camarote... hasta el borde de la piscina techada
del gran transatlántico: ¿Nadar? Nunca, era un ejercicio que ponía en acción a casi todos
los músculos del cuerpo, un verdadero sacrilegio para un cultor de la quietud...
El regreso al trabajo fue lento y no hizo caso a los consejos de movilización para evitar el
síndrome post-trombótico. Su pierna seguía hinchada. Y se tentó: vio en oferta una silla
de ruedas eléctrica y no dudo en comprarla. En su casa, sus familiares le dijeron que
estaba loco, que recién tenía 60 años, que no padecía ninguna enfermedad
potencialmente invalidante: no tenía Parkinson, ni una distrofia muscular hereditaria, ni
una artritis reumatoidea, ni … Pero el Sr. Quieto siguió en la senda de la inmovilidad y
ahora sí, su entorno comenzó a notar desinterés, apatía, una cierta tristeza. Primero lo
llevaron al psicólogo y éste Profesional recomendó la evaluación psiquiátrica. Pero tanto
la psicoterapia como los fármacos no tuvieron efecto alguno. Padecía una depresión
mayor.
A esta altura de los acontecimientos nuestro clínico estaba perplejo: ¿siempre había
estado deprimido o se deprimió por su tendencia natural a estar quieto? Se dio cuenta
que ahora esto no importaba. Le sugirió ir dejando de a poco la silla de ruedas, salir al
aire libre, pero no hubo caso. El paciente no cambió su conducta.
Y el día siempre llega: a su depresión se sumo el deterioro cognitivo y se olvidó de tomar
la medicación para la osteoporosis, la hipertensión arterial, la diabetes del adulto y los
anticoagulantes!!! La llamada en consulta del médico de Terapia Intensiva no se hizo
esperar: una noche le comenzó a faltar el aire y el diagnóstico fue obvio:
tromboembolismo pulmonar masivo... y falleció.
Nuestro clínico siempre recordaba esta historia cada vez que alguien era SEDENTARIO y
le indicaba movimientos comunes: caminar, subir escaleras, salir al aire libre y explorar el
terreno, levantarse de la silla cada 30 o 40 minutos, y un largo etcétera. Y recordaba de
sus muy viejos libros de biología, aquella frase que decía que “todo lo que está vivo, se
mueve”. Por eso terminaba diciendo a sus pacientes que mejor moverse que enfermarse.
Y a caminar, amigos!!! AHORA!!!
Dr. José Luis Leone
Coordinador Comité de Docencia e Investigación
Clínica Modelo de Morón.